Hubo una vez que tuve un sueño, pasó hace unos años, era propietario de un restaurante de éxito, trabajábamos bien y mucho, la gente hablaba bien de nuestra empresa y me sentía orgulloso de lo que hacía, mi ego social era alimentado por gente que no volvería a dicho restaurante, pero hablaba muy bien de él.
Estaba felizmente enamorado de una mujer que me pareció perfecta para ser la madre de mi hija, una mujer que me hablaba de cómo entendía la relación de pareja, abierta y sincera, una mujer que acabó siendo la persona a la que mendigaba besos cada mañana y con la que alguna vez tuve sexo, siendo el resultado lo más bonito de mi vida.
Sucedió hace unos años también que compré el coche de mi vida, un coche que jamás me dejó tirado, que me dotó de libertar, la libertad para llegar dónde nadie había, dónde la madre naturaleza arropaba a su hijo con el silencio de lo natural, un vehículo que me permitía sentir la potencia en mis pies y el control de todo lo que me rodeaba.
En ese sueño tenía un hogar y luego un proyecto de superhogar, un ático con todo lujo de detalles, con bañera de hidromasaje, cama inmensa, sistemas inteligentes de audio y vídeo, sofás de cuero y terrazas chillout.
Pero todo esto tuvo un fallo que sólo con la distancia he podido descubrir: era un sueño y, como dijo Seguridad Social hace años, los sueños sueños son. Pero no fue éste el error, el error no fue el que fuera un sueño, el error fue que no era mi sueño.
Ahora me sorprendo en mi terraza en noche avanzada, observado por esa luna que vela mi desvelo, volando sólo mientras en mis manos se consume un cilindro encendido con sustancias de dudosa legalidad (y cargadas de impuestos) y de repente, a mis cuarenta y pocos tacos, me doy cuenta que soy feliz porque mis sueños se han cumplido.
Soy afortunado pues una princesa, inteligente y bella, tiene a su caballero sargantanero que siempre cuidará de ella, que es su referente en cuanto a valores y maneras de vivir, le gusta jugar a ser cocinera como su papá y me pregunta a menudo porqué el jefe es el que más tiene que trabajar, que si es el jefe debería trabajar menos.
Soy afortunado porque cada día afronto la monotonía de mi día a día como un reto personal, dónde mi mirada busca una sonrisa que responda a la mía o un simple gesto me haga ver que no se ha de perder la esperanza en la raza humana. Me emociono cada vez que Kutxi rasga su voz a ritmo de las guitarras de los Reincidentes recordando cómo empujan los años el carro de la vida o el canto de un loco me recuerda aquellos maravillosos años de naranjito y Chanquete.
Soy feliz porque no quiero un trabajo que me procure estrellas y reconocimientos, sino un lugar dónde hacer aquello que sé hacer para recibir una segura nómina, de manera honrada y honesta, tal y como marcan las normas de este juego llamado capitalismo.
Soy feliz porque, como pude decirle a mi padre el día de su muerte, soy buena persona y honesto y da igual lo que sea dentro de esta «sociedad», soy yo y soy buena gente y eso es lo importante.
En conclusión estoy viviendo mi sueño, el sueño de estar vivo y ser feliz, sería estúpido negar que todo sería más cómodo si la base de la pirámide de Maslow estuviera completa al 100%, pero creo que perdería su encanto, pues como dice mi hermano James, a veces mola más el juego que el premio.
Compadres y comadres, como ya comenté en otro post, no tengo nada y lo tengo todo, es momento (y siempre lo ha sido) de vivir nuestros sueños y no los «socialmente» correctos, pero sobre todo es momento de hacer saber a nuestros príncipes y princesas que no deben permitir que una sociedad canibal y corrupta les robe sus sueños, haciéndoles creer que los espejismos que ella genera son los sueños que han de perseguir.
Con permiso, o sin él, me quedo siendo un indio, aunque sea de marca, sed felices y sed mal@s, es lo único que no nos van a cobrar.
P.D.: y todo esto lo cuento por esa extraña afición del ser humano a verbalizar los sentimientos, al final no dejo de ser un ser humano con un toque personal